En 1976, Richard Dawkins publicó “The Selfish Gene”, y con ello sembró una sospecha en la conciencia humana: que la vida no era el centro del universo, sino apenas su vehículo. Su idea era brutal y elegante a la vez: los genes no existen para servirnos; somos nosotros quienes existimos para que ellos se multipliquen. Cada cuerpo, cada gesto de ternura, cada impulso de supervivencia es una estrategia de un replicador invisible que solo busca una cosa: persistir. El gen no conoce la compasión ni la culpa. Es ciego, eficiente, inmortal. Nosotros somos su maquinaria temporal.
Esa idea me fascinó y me perturbó. Pensé entonces en Snake, el clon de un soldado legendario, creado precisamente para cumplir con el mandato genético de otro. Snake es la personificación de The Selfish Gene: un hombre que no nació del amor ni del azar, sino de un laboratorio, programado para ser útil y luego ser descartado. Y, sin embargo, en su historia hay algo que Dawkins nunca pudo anticipar: la rebelión del código. La posibilidad de que un ser humano creado para obedecer, decida no hacerlo.
Recuerdo claramente la escena de la tortura. Snake está inmovilizado, conectado a una máquina que descarga electricidad en su cuerpo. El jugador (tú o yo) tiene que presionar un botón repetidamente para resistir el dolor. Si lo haces, Meryl (el interes romantico de snake) sobrevive. Si no puedes, si cedes, ella muere. Pue la primera vez en que un videojuego me hizo sentir moralmente responsable de una historia ficticia. No era solo un reflejo o una prueba de habilidad: era una pregunta ética disfrazada de mecánica. ¿Hasta dónde estás dispuesto a sufrir por otro?, ¿Hasta qué punto te pertenece tu decisión, si la historia misma te empuja hacia un desenlace?
Esa elección (resistir o rendirse) es también la esencia del pensamiento de Dawkins: la tensión entre el código que busca sobrevivir y la conciencia que puede elegir. Resistir, en el juego, es una forma de negarse a la programación; rendirse, una aceptación pasiva del destino. Y la belleza de Metal Gear Solid es que ambas opciones son válidas, porque ambas revelan algo del jugador. El gen egoísta dicta una instrucción: “preserva tu energía, no sufras”. Pero el alma (ese misterioso “tercer condimento” que aún no hemos definido) responde: “soporta el dolor por algo que vale más que tú.” Esa disonancia, ese choque entre la biología y la voluntad, es donde nace lo humano.
Cuando Dawkins acuñó el término meme, quiso explicar que las ideas se propagan igual que los genes: compitiendo por sobrevivir. Un meme es un fragmento de información cultural que se replica en nuestras mentes, buscando transmisión. Pero lo que The Selfish Gene describe con precisión científica, Metal Gear Solid lo muestra con crudeza emocional. Snake no solo transmite su código genético; transmite también su experiencia, su ética, su dolor.
Cada jugador que toma el control de Snake hereda temporalmente su destino y lo reescribe. Así, el meme reemplaza al gen, y el cuerpo se convierte en un espacio compartido entre el creador y el receptor.
Décadas después, Hideo Kojima publicaría “The Creative Gene”. El título no es casual: es una respuesta espiritual al materialismo de Dawkins. Si The Selfish Gene explica por qué seguimos vivos, The Creative Gene intenta entender por qué seguimos creando. Dawkins disecciona la biología; Kojima diseca la emoción. Uno observa a la humanidad desde el microscopio; el otro, desde la cámara. Y ambos llegan a la misma conclusión: la información quiere perpetuarse. La diferencia está en la naturaleza del impulso: Dawkins ve la supervivencia; Kojima, la comunicación.
Snake es el puente entre ambos mundos. Su cuerpo pertenece a Dawkins, pero su espíritu pertenece a Kojima. En él coexisten el gen egoísta y el gen creativo. Su ADN fue diseñado para obedecer, pero sus decisiones lo convierten en un símbolo. En esa celda de tortura, cuando el jugador pulsa el botón o lo suelta, Snake deja de ser solo un personaje: se vuelve una idea que nos interroga. Una idea que se replica, que muta, que sobrevive más allá del videojuego mismo.
Ahí comprendí que Dawkins y Kojima, aunque hablen lenguajes distintos, exploran la misma tensión: la del ser humano entre la inercia de la biología y la libertad de la creación. El primero lo llama selección natural; el segundo, legado emocional. Ambos coinciden en algo esencial: todo en el universo busca continuar, pero solo el ser humano puede decidir cómo.
Esa escena de tortura (simple, pero te hace sentir un verdadero dolor en las manos) sigue siendo para mí una metáfora de la escritura, del arte y de la vida misma. Cada vez que creo, que intento dejar una huella, siento la misma presión invisible: resistir o rendirme. Resistir es seguir escribiendo aunque duela, aunque parezca inútil, aunque el cuerpo pida descanso. Rendirse es dejar que el código biológico gane, que el instinto de supervivencia silencie el impulso de trascender. Y quizás ahí radica la diferencia entre un gen y un creador: el gen busca sobrevivir; el creador, dejar sentido.
Snake, al final, sobrevive. No porque su ADN sea superior, sino porque elige darle significado a su sufrimiento. Y esa elección lo libera del destino de su padre, del peso de su sombra, y de la fría tiranía del gen egoísta.
En su resistencia hay una declaración universal: No somos lo que nos programaron para ser; somos lo que decidimos preservar del dolor.
Yo, que alguna vez quise ser inmortal, comprendí gracias a ese momento que la eternidad no consiste en no morir, sino en seguir replicando lo que amamos. En dejar un eco, una huella, un fragmento de código emocional en alguien más. Eso, después de todo, es lo que hace Snake, y lo que hace todo creador que resiste la tortura de la existencia para que algo sobreviva a través de él.