Nadie nace libre de su código. Algunos lo heredan; otros lo reescriben.
Yo crecí convencido de que quería ser inmortal. No inmortal en el sentido místico o religioso, sino en el más humano de todos: el de permanecer en la memoria de alguien, en un gesto, en una idea. No sabía cómo se lograba eso, ni siquiera si era posible, pero lo intuía cada vez que algo me conmovía profundamente. Y el primer destello de esa intuición me lo dio un videojuego.
Tenía un Playstation, una tv y un disco que parecía contener el universo entero. Se llamaba Metal Gear Solid. Hasta ese momento, los videojuegos eran para mí una secuencia de reflejos y recompensas, una manera de pasar el tiempo. Pero este juego era muy diferente.
Por primera vez sentí que estaba dentro de una historia que respiraba, que lo que hacía tenía peso moral y simbólico. Las cámaras, las sombras, las voces; incluso la música que parecía venir de un lugar entre lo militar y lo espiritual. Todo en ese juego me hizo sentir que estaba protagonizando una película que, de alguna manera, también me estaba mirando a mí.
Solid Snake, el protagonista, era un soldado genéticamente modificado, un clon del soldado legendario, Big Boss. Pero más allá del argumento, lo que me atrapó fue la idea de la sombra: Snake vivía bajo dos al mismo tiempo.
La primera, la biológica: su origen como copia, como resultado de un experimento que lo condenaba a repetir el destino de su creador.
La segunda, más poética y trágica: la sombra de su propia leyenda.
Porque en el mundo de Metal Gear Solid, Snake ya era un héroe antes de ser consciente de sí mismo; una figura mitificada por los rumores de otros personajes, por los ecos de batallas que él apenas recordaba.
Snake luchaba, pero también representaba una lucha más antigua que la suya: la batalla entre lo que heredamos y lo que decidimos ser.
Mientras avanzaba en el juego, algo se movía en mí sin que pudiera ponerle nombre. Años después entendería que lo que sentía era una experiencia memética en el sentido más profundo del término: había recibido una idea, un modelo de pensamiento, un virus cultural que se instaló en mi mente sin pedirme permiso.
No solo había jugado; había sido tocado por una narrativa que me hacía pensar en los límites del ser humano, en el propósito, en la identidad. Y aunque no lo sabía entonces, aquel impacto emocional sería el origen, “mi primer gen creativo” que me llevaría a escribir estas líneas.
Este ensayo, el primero que publico en México Lector, nace precisamente de esa revelación: que una obra, sin importar su forma, puede trascender su origen y sembrar algo en quien la recibe.
Desde ese día he vivido fascinado por cómo ciertos conceptos como los genes, que se replican, mutan y sobreviven a través del tiempo. Y cómo esas ideas, esos memes en el sentido original de Richard Dawkins, son el verdadero tejido de la cultura.
A veces pienso que Snake fue mi primer maestro filosófico, y Hideo Kojima, el arquitecto invisible que me mostró cómo una ficción podía operar como una forma de herencia espiritual.
Porque Metal Gear Solid no era solo una historia de guerra; era una meditación sobre la naturaleza del legado. Snake no sabía quién era realmente, y sin embargo todos los personajes alrededor parecían tener una versión distinta de su historia. En sus diálogos había una pregunta constante: ¿somos libres o somos producto de algo que nos precede?
Y aunque la narrativa hablaba de clonación, ADN y manipulación genética, yo sentía que el verdadero tema era más profundo: la esclavitud de las ideas heredadas, las cadenas invisibles de las creencias, de los símbolos, de los arquetipos.
Comprendí que los genes y los memes eran, al fin y al cabo, dos caras del mismo espejo: ambos buscan persistir, replicarse, sobrevivir.
De alguna forma, Snake era un espejo de mi propio anhelo.
Su lucha por escapar del destino escrito en su ADN reflejaba mi deseo de escapar del olvido.
Si él buscaba liberarse del código biológico, yo buscaba trascender el silencio, esa muerte lenta de quien no deja huella.
Ambos queríamos algo parecido: una forma de eternidad.
Hay una frase que se repite varias veces en la saga: “La genética no es el destino.”
Esa línea, cuando la escuché, me golpeó con una fuerza que aún recuerdo.
Porque en ella estaba contenida una verdad que va más allá de la ciencia ficción: no somos únicamente lo que heredamos.
Y si los genes construyen el cuerpo, los memes construyen el alma.
Cada historia, cada gesto, cada emoción que compartimos con otro ser humano es una réplica de lo que algún día alguien sembró en nosotros.
Y sin embargo, al transmitirlo, lo transformamos.
Así es como empieza la evolución cultural, y quizá también la redención individual.
Recuerdo mirar el rostro pixelado de Snake y pensar que había algo profundamente humano en ese bulto de polígonos. Él era el producto de un experimento, pero actuaba con una libertad que ni sus creadores habían previsto.
Y entendí que la libertad, en su sentido más radical, consiste precisamente en eso: en elegir qué replicamos y qué dejamos morir dentro de nosotros.
Esa idea me persiguió durante años.
En el fondo, escribir como juego, solo por poner en fijo un montón de ideas, es también un acto de desobediencia genética: una forma de decirle al universo que no basta con existir, que también queremos significar.
Por eso, cuando pienso en los días que jugué Metal Gear Solid por primera vez, lo veo como el primer eslabón de una cadena que todavía no termina.
Ese vato no solo jugaba; estaba aprendiendo el lenguaje secreto de los memes, el idioma con el que la humanidad busca extender su conciencia más allá del cuerpo.
Y cada palabra que hoy escribo es una manera de continuar ese código.
Quizás eso es lo que realmente quería decir cuando, de pequeño, decía que deseaba ser inmortal. No que mi cuerpo viviera para siempre, sino que mi recuerdo se anclara en la mente de alguien, aunque fuera en una sola persona, aunque fuera por un instante.
En ese sentido, Snake logró lo que muchos filósofos apenas insinuaron: enseñarme que la inmortalidad no se conquista con armas ni con glorias, sino con significados.
Él, un clon diseñado para cumplir una misión y luego desaparecer, se convirtió en un símbolo que sigue replicándose, mutando, inspirando.
Y yo, que alguna vez quise vencer a la muerte, ahora solo quiero entender cómo una idea puede vivir más que quien la soñó.
Continúa…